domingo, 24 de junio de 2012

Un buen libro

Uno se entusiasma cuando lee un buen libro. Un buen libro emociona, nos conmueve, nos hace sentir identificados en algún aspecto –por más mínimo que sea-, porque siempre toca alguna fibra de nuestro ser. Si no, no sería un buen libro.

Esta es la historia de Alma y lo que le pasó cuando leyó un libro. Lo leyó en un momento en que dudaba de un montón de cosas. Dudaba de sí misma, de su futuro, de sus decisiones, de sus acciones. Y una de las fibras que tocó el libro que leyó tiene que ver con esto.

La historia narraba la vida de Ezequiel. Era un tipo muy introvertido, casi podríamos decir inseguro. En parte se entiende: tenía un montón de recuerdos tristes y oscuros de su infancia. Pero por otro lado, uno de ellos fue lo que lo salvó de una depresión crónica. Abandonado por su mujer, lo que lo rescató de no salir más de la cama fue la necesidad casi compulsiva de saber por qué Deportivo Wilde se había ido a la B. Por qué el jugador estrella no se lució como en todos los partidos y dejó que el equipo entrara en una espiral descendente. En realidad, que le pasara lo mismo que a él, a Ezequiel. Así que un día emprendió viaje: se fue a buscar al jugador estrella a un pueblucho abandonado a la buena de Dios.

Alma, como Ezequiel, tuvo el impulso de hacer un viaje: ella quería ir a ese pueblo perdido del cuento. Como Ezequiel se sentía a la deriva: sentía estaba en un punto de inflexión en su vida. Pero y entonces ¿qué? Como Ezequiel quería saber la verdad. Sobre qué no importaba. Simplemente (si acaso es simple) tener certezas, sobre algo. Pero ¿por qué ir a ese pueblo perdido? ¿Qué sentido podía tener eso para ella? ¿Qué esperaba encontrar?

Convenció a una amiga de que la acompañe. Eran solo unos 180 kilómetros. Así que un sábado a la mañana cargaron el auto y emprendieron camino. Mate que va, mate que viene, el viaje se hizo bastante corto. La charla era fluida.

Al llegar se encontraron con un pueblo que casi parecía fantasma. Estaba la estación de servicio, esa del cuento. Y Alma no lo podía creer. No había mucho más que ver en ese lugar así que enfilaron directo para el establecimiento. Por un momento creyó de verdad que atendiendo iba a encontrar a Perlassi, ese viejo rezongón. Pero la emoción no duró mucho. Un tipo de unos 40 años, taciturno y con cara de pocos amigos apareció casi de la nada y la hizo bajar a la tierra como de un hondazo. La cabeza le dio vueltas unos instantes. Por suerte, Mara salió al rescate. Le dijo que necesitaban cargar nafta. Dicho y hecho, con el tanque lleno subieron al auto y siguieron andando. Pero esta vez Mara tomó el volante. Alma estaba como abstraída, con la mirada perdida. Ni siquiera llegaba a sentir que pensaba. Más bien, se dejaba llevar por ese estado de sutil inconsciencia. Ella quería creer que había algo de real en la historia de Ezequiel. Pero no lo había. Era… una historia, un cuento.

Mara esperó pacientemente y en silencio hasta que su amiga saliera del estado de sopor. Cuando Alma comenzó a ver lo que estaba delante de sus ojos Mara, con una sonrisa en su rostro, dijo “¿Tanto te sorprendiste? ¿De verdad pensabas que ibas a ver al personaje ese? ¡Sos una loca!” ¨Sí, no sé, me gustaba la idea de que así fuera. Pero es verdad, era obvio que no iba a estar. Igual, me re gustó haber venido hasta acá. Gracias por acompañarme.”

¿Y por qué le gustó ir? Porque entendió que las certezas se las da uno a uno mismo. Con el tiempo. Y con la experiencia por supuesto. Con lo que vivimos día a día pero sobre todo por esas cosas que nos apelan en un nivel más profundo de nuestro ser. Pero aun así, esas experiencias cobran sentido, significan y nos enseñan siempre y cuando podamos interpretarlas. Alma descubrió que eso era lo que ella estaba aprendiendo de esa situación. Y que así entendía que lo que ella quería que otro le diera, como Ezequiel, ninguna exterioridad podía dárselo. Si tal vez insinuarlo, pero estaba en ella tomarlo o no. Y así, ese libro, eso que le había llegado de afuera, le sirvió como guía para lograr entender eso.

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